miércoles, 25 de noviembre de 2009

Calabazas

Por una vez, vengo a contar una buena noticia. Me han seleccionado para la IV Antología de Calabazas en el trastero: Tijeras.

Hoy llevaba un día espantosamente horrible, mucho más horrible de lo habitual. Llegué a casa muy tarde, cansada, deprimida, encendí el ordenador, eché un vistazo a ver si había salido ya el resultado del Calabazas y sí, ahi estaba yo, en medio de la lista.

Me sorprendí mucho, no me lo esperaba, lo leí varias veces porque no me reconocía, estoy tan acostumbrada al nick que el nombre real no me parece el mío, pero lo era. Y era el título de mi relato. Era yo.

Este fue un relato al que le di muchas vueltas, lo reescribí varias veces sin llegar a estar completamente convencida de que estaba bien. Incluso estuve a punto de no mandarlo, es curioso como un relato del que me he sentido tan insegura ha llegado a gustar mientras que otros que me han dejado más satisfecha no han llamado la atención. Me pasó lo mismo con el relato que quedó finalista en el concurso de los Espejos de la Rueda, otro relato que no me terminaba de convencer y que también gustó. Desde dentro se ven las cosas distintas a como se ven desde fuera.

Me siento ahora mismo como una nube, feliz, he hecho algo que ha merecido la pena. No sé si puedo colgar el relato o no, lo preguntaré. Tengo pendiente de todas formas colgar el del TDL, intentaré actualizar pronto.

Gracias a los que estáis por aquí y me léeis.

lunes, 16 de noviembre de 2009

De críticas y fracasos

Este ha sido un fin de semana de fracasos. Fracaso literario tras los desastres del Teseo y el Tierra de Leyendas, fracasos roleros después de las dos sesiones decepcionantes de estos dias, de las que tal vez os hable mañana. Busco aficiones que me hagan olvidar los problemas y al final no me dan más que disgustos. En fin.

Lo bueno de los concursos que menciono arriba, fallados con jurado popular, son los comentarios a los relatos. Soporto las críticas relativamente bien, la gran mayoría me hablan de fallos que ya conozco o que veo claramente después de que me los han señalado. Si sé donde esta el fallo se puede corregir, los aciertos te dejan satisfecha pero es de los fallos de donde se aprende.

Hay críticas que sí duelen, las que me acusan de no trabajar los textos. No entiendo cómo se puede despreciar así el trabajo de una persona que no conoces, sin saber cuántas horas le ha dedicado ni el trabajo que le ha costado hacer eso que se desprecia con tanta facilidad.

Los turnos en las partidas de rol apenas los trabajo, los escribo al momento y los cuelgo, todo va sobre la marcha, sin pensar demasiado, dejándome llevar. Alguno lo trabajo un poco más y lo reescribo si el efecto conseguido no me termina de gustar, me pasa algunas veces, cada vez más, quizás, pero eso es otra historia.

Los relatos sí los trabajo, puedo tirarme un mes para escribir un triste relato de tres páginas. Reescribo, retoco, cambio las comas de sitio, le doy vueltas y más vueltas a los finales que siempre me cuestan más. Pueden ser mejores o peores, los fallos están ahi y muchas veces los veo y tiro la toalla o siento que al reescribirlo lo estoy estropeando más.

No elegir las palabras adecuadas no significa que les tenga miedo, que haya cosas equivocadas no significa que no haya intentado corregirlas, que el resultado final sea mediocre no significa que no haya mucho trabajo detrás.

domingo, 15 de noviembre de 2009

[Relato]¿Por qué llora Medusa, La Gorgona?

Este relato lo escribí para el III certamen de Microrrelatos Teseo, que terminó ayer (mejor no os digo en qué puesto quedé, un desastre). El certamen consistía en escribir un microrrelato contestando a la pregunta: ¿porqué llora Medusa, la Gorgona? Y esta fue mi respuesta.


Medusa - Arnold Böcklin


UNA HEBRA DE PELO


Todos los días sentía cómo las serpientes que nacían de su cabeza tiraban de ella, se agitaban en un baile eterno intentando escapar del cráneo que las apresaba. Medusa notaba los tirones, sentía cómo la arrastraban hacia las ramas de los árboles donde podían enroscarse para intentar alejarse de ella. Aguantaba las sacudidas porque al final siempre cedían y volvían a agitarse alrededor de su cabeza.

Cuando sus cabellos dormían sentía el peso muerto de las docenas de serpientes cayendo en cascada sobre su espalda. Los sueños de las serpientes a veces poblaban sus noches de vigilia ¿o eran suyos los sueños? Medusa veía un mundo donde huir, un lugar donde arrastrarse lentamente sobre la tierra seca, buscando piedras bajo las que esconderse. A veces se tendía sobre la hierba húmeda del jardín y ellas intentaban alejarse. Medusa entonces dejaba escapar alguna lágrima cuando sentía los fuertes tirones, porque dolía, porque tanto ellas como las serpientes estaban atrapadas y no podían escapar.

Aquella tarde su cabello estaba dormido y pesaba, Medusa paseaba por el jardín con la cabeza baja y muy quieta para no despertarlas, alguna se agitaba en sueños y siseaba. Medusa pasó junto a un viejo y retorcido olivo y una de las serpientes se enredó, por casualidad, entre las ramas. La serpiente no despertaba. Medusa intentó desenredarla pero no podía. Sentía el tirón en su cabeza. El dolor era intenso, pero lo aguantaba, redobló su esfuerzo pero la serpiente parecía enroscarse cada vez más en aquella rama, abrazándola con fuerza. Medusa entonces la miró y la soltó. Abandonó sus esfuerzos para que se soltara y lo que hizo fue tirar y tirar de ella, intentando desprenderla de su cráneo, arrancarla de cuajo y darle la libertad que ansiaba. Aguantó el dolor, ignoró las gotas de sangre que comenzaron a resbalar por su frente. Tiró, una y otra vez, y al final la serpiente se desprendió de su cabeza.

La serpiente aflojó el abrazo que la unía a la rama y cayó al suelo, muerta.

Medusa la miró, la sangre ya no resbalaba por su frente, notaba cómo la herida de la cabeza comenzaba a cerrarse y una nueva serpiente, pequeña y débil todavía, comenzaba a brotar de ella. Entonces se agacho junto a la serpiente muerta. Y lloró.

martes, 3 de noviembre de 2009

[Relato] El vino de Hargoth

Escribí este relato hace ya algunos años, como novedades hay pocas últimamente, aprovecho y lo recupero. Está ambientado en Dragonlance, aunque aparte de la referencia a Morgion, dios de la enfermedad, podría estar ambientado en cualquier otro sitio.



EL VINO DE HARGOTH


A veces echo de menos sus ojos, cálidos y expresivos, oscuros como el vino de Hargoth. Ojos que me miraron con miedo y con respeto, preguntándose por qué yo continuaba en pie y él no. Tocó mi piel con sus dedos ásperos y sintió la fiebre recorriendo mi cuerpo; las marcas de la enfermedad que nos corroía no eran ronchas secas en mi piel sino pústulas vivas, tan supurantes como las suyas. Y no lo comprendió. No, no lo comprendió.


Deliraba, con ese delirio que te deja abrir los ojos aunque no puedes entender nada de lo que sucede a tu alrededor. Hablaba en susurros, comentarios incomprensibles, absurdos, me pedía que moliera el trigo para llevarlo al mercado, hablaba de cosechas imaginarias cuando en nuestra tierra hacía tiempo que no creía nada. Me decía que me cuidara y acariciaba mi vientre donde tú estabas, vivo, más vivo que nosotros aunque aún no hubieras nacido.

La comadrona vino a vernos una tarde, era una mujer enorme, oronda, con el pelo blancuzco y grasiento y la boca cubierta con un pañuelo. Me dijo que no nacerías, que si llegabas a nacer de mi vientre saldría un monstruo deforme y enfermo, pero yo sabía que no era verdad. Me lo habían prometido. Ella miró con codicia el medallón que colgaba de mi cuello. No sabía qué era. Ya nadie recordaba a los antiguos dioses, no sabía que aún estaban ahí, escondidos, riéndose de los que tan fácilmente los habían olvidado. Yo no olvidé, nunca, recordé las historias que contaban mis abuelos hablando de su infancia, en un mundo que no se había partido en dos. Recordé los nombres de los dioses verdaderos y me negué a creer que nos hubieran abandonado. Recé, sí, recé con el miedo latiendo fuerte en mi corazón. No voy a decir que pensaba en ti. Tú eras solo una molestia en mi vientre que me volvía torpe y débil. No, no pensé en ti. Pensé en mi. No quería morir.

El dios Morgion se lleva el dolor y el miedo a la muerte. Te lo quita y te deja vacía. No sientes nada aunque estés ardiendo de fiebre. El dios habló en mi mente y me conminó a alejarme de aquellas viejas paredes donde intenté crear un hogar, me habló de otros como yo, otros elegidos por el dios que se reagrupaban para servirlo y me esperaban.

Sabía que tenía que irme pero no quise hacerlo mientras él tuviera los ojos abiertos y buscara mi mano que estaba mucho más caliente que la suya. La comadrona puso a calentar unas hierbas y yo la dejé hacer, tranquila, porque sabía que pasara lo que pasara yo no iba a morir.

Me sentía fuerte, como antes de que aquella horrible enfermedad comenzara a acosarme, pero disimulé y dejé que la mujer me llevara en brazos hasta las roídas mantas que había dispuesto en el centro de la habitación. El humo de las hierbas relajaba mis sentidos y espantaba a las ratas. La comadrona dispuso pequeños cuencos con hierbas ardiendo en torno a la manta y acercó dos de ellos a mi cabeza. Aspiré el intenso aroma y miré el cuello de la mujer, oculto entre anillos de grasa. Me sorprendía que pudiera ser tan fuerte pero ella no lucía ningún medallón en su cuello. La mujer simplemente miraba codiciosamente el mío.

Llevaba semanas luchando con la fiebre y mi cuerpo se había consumido hasta parecer de cristal. Aquella mujer me cogió entre sus brazos como si yo fuera una muñeca rota y sólo mi vientre hinchado parecía escapar de la cadavérica imagen de la muerte.

-No es cierto -me dijo-, tu vientre también está muerto, no sobrevivirías al parto.

Miré hacia la cama. Él se había quedado quieto. Murmuré su nombre y volvió la cabeza, mirándome con aquellos ojos oscuros que todavía podían hacerme temblar, intentó sonreír, darme confianza, pero sus labios resecos solo consiguieron fingir la mueca. Yo sabía que estabas vivo, eras lo único vivo que sentía dentro de mi, lo único que me ataba a mi anterior existencia, lo único que me recordaba que no siempre había llevado el símbolo de Morgion en mi garganta.

El dios no reclamó tu vida. Se la hubiera dado con gusto pero no la pidió. Era otra forma de hacerme estar en deuda con él. No, pensé, pagué y pagaré por mi vida, no por la de mi hijo. Con cuidado, acerqué mi mano hasta el cuerpo de la comadrona que extendía su instrumental a mi lado. Fue la primera vez que lo hice, mi primera vez. La rocé con uno de mis dedos y murmuré una plegaria a Morgion. Sentí el poder del dios en mi interior y me sentí poderosa y fuerte. Supe entonces que nunca me arrepentiría de mi decisión.

La comadrona calentó el cuchillo en el fuego hasta que la hoja adquirió reflejos rojizos. Se acercó a mi y rajó mi vientre de arriba abajo, de un solo corte. La sangre comenzó a salir a borbotones de la profunda incisión pero a la mujer no pareció preocuparle. Con movimientos precisos y seguros, la mujer introdujo sus manos en mis entrañas y te arrancó de ellas.

Eras una masa informe, rodeada de coágulos de sangre y con el cordón umbilical enroscado en torno a tu cuerpo. La comadrona lo cortó con el mismo cuchillo y te dejó en el suelo, a mi lado, para cerrar sin demora la herida abierta.

Mi cuerpo no hubiera soportado un parto, decía ella, pero quizás tampoco soportaría la brutal herida que me había inflingido. Te miré con odio. Me habías destrozado, habías consumido mi cuerpo tanto como la enfermedad, te habías alimentado de él y me habías dejado seca. Incluso te habías llevado la sangre que me quedaba al salir de mi. Y, sin embargo, estabas vivo.

Tu respiración era débil, entrecortada, parecía detenerse completamente para luego continuar. ¿Cómo iba a amamantarte con mis pechos secos? Di un manotazo para apartar a las ratas que se acercaban de nuevo al olor de la sangre y te acerqué a mi cuerpo. Estabas frío. O tal vez era que yo estaba ardiendo. La comadrona terminó de cerrar la herida y me miró con expresión satisfecha. Había hecho un gran trabajo. Me había salvado la vida. Tú no ibas a matarme, hijo mío, sólo me mataría la enfermedad. Pero ella no podía esperar. Había trabajado bien, quería cobrar por sus servicios.

Sentí el tirón en mi cuello cuando intentó arrancarme el medallón. Sentí un dolor mucho más intenso que cuando tenía las entrañas abiertas, era un dolor que atravesaba el alma y que me hizo reaccionar. Con una fuerza que a mi misma me sorprendió agarré la mano de la mujer y la retorcí hasta romper los dedos que atrapaban el sagrado símbolo que me había salvado la vida. De un manotazo la empujé y la oronda comadrona perdió el equilibrio y cayó, haciendo temblar el viejo suelo de madera bajo su peso. Tú empezaste a llorar. Yo me levanté y la sangre que aún goteaba de la herida resbaló por mis piernas formando caminos que se extendieron al suelo.

Quemaba. La sangre quemaba y yo cogí la cabeza de la comadrona y restregué su rostro contra mi vientre hasta que las quemaduras la hicieron gritar. Empecé entonces a entonar un cántico que no sabía que conocía, mi garganta estaba tan seca que salió como un estertor, las palabras no eran mías aunque las estaba pronunciando, el medallón emitía un brillo amarillento, enfermizo. La voz del dios habló por mi.

La solté y la dejé llorando en el suelo. Me volví a buscarte, mi pequeño hijo maldito, tan pequeño, no pesabas nada, te recogí y te llevé a la cama donde tu padre agonizaba entre sudores y pesadillas.


La comadrona intentó limpiarse el rostro con el delantal pero las quemaduras habían creado líneas oscuras en su cara. La mujer se levantó y me miró un momento, sin comprender nada.

En su rostro, bajo la piel quemada, se veían ya las señales de la peste. En sus manos, sus brazos, en todo su cuerpo la fiebre comenzaba a estremecerla. Ella sabía lo que le estaba pasando. Llevaba demasiado tiempo combatiendo la enfermedad para no reconocer sus signos. Gritó y me llamó maldita. Pero ella no se postraría en una cama, no agonizaría durante días. Moriría en cuestión de horas entre dolores atroces, el tiempo suficiente para que sufriera, el tiempo justo para que yo pudiera verla morir.

Intentó escapar, salir por la puerta, como si al salir de la casa pudiera escaparse de la mano del dios. Vi como se desplomaba junto al umbral, llorando, mientras su cuerpo robusto se consumía y su piel se desprendía ante sus ojos.

Morgion estaba complacido. Tu padre, cansado por la fiebre y el dolor, se sumió en un sueño tranquilo. Tu dejaste de llorar. Tu padre había cerrado los ojos y yo miré los tuyos buscando su sombra en ellos. Pero tus ojos son dos saetas verdes, como los míos, y no vi el reflejo del calor de tu padre en ellos.
A veces echo de menos sus ojos. Podía hablar con ellos cuando la enfermedad le quitó la voz. El hogar que había intentado crear estaba en sus ojos. Los abrió, por última vez.

Me miró.

Te miró.

Te miró y yo te odié.

Salimos de la casa aquella misma noche. Te envolví en trapos y nos fuimos de allí. Te dejé en medio del camino. No me importaba saber si alguien te encontraría o no. Tú destino no era el mío. Te di la única herencia que podía darte, la señal de Morgion. No morirás como murió tu padre. Era lo único que podía hacer por ti.

No te pareces a él. Te pareces a mi. Eso me da miedo. No esperaba encontrarte de nuevo. En mi interior, deseaba que hubieras muerto. Despiertas recuerdos que ya estaban dormidos y, sin embargo, no puedo evitar venir a verte, aunque tú no sepas quien soy ni lo sabrás nunca.


Mis ropas andrajosas no te impiden servirme vino de Hargoth cuando ves las monedas sobre la mesa, aunque no me tocas. Sin embargo, a veces, te he visto mirarme a los ojos
 
 
 
 
 
Picasso - Copa Verde
 
Nota: La primera imagen la saqué de un concurso de pintura y no conozco al autor. La segunda imagen es La mirada, de Odilon Redon