miércoles, 9 de junio de 2010

[Relato] Nacimiento

Me hago añicos, me desintegro, me estoy desintegrando. Las lágrimas son trozos del alma que salen por las grietas. Se escapa. Quiere huir antes de que el dolor la alcance. El dolor. ¿Cómo será cuando ya no lo sienta? ¿Cómo será entonces? Cuando el sudor no empape las sábanas. Grito. No puedo más, simplemente no puedo más, pero las palabras no llegan a salir de mis labios. Las contengo. Las reprimo. Queman mi garganta, mi frente, hacen temblar mis manos...Tengo sed. El esfuerzo de levantar la cabeza para que mis labios ardientes rocen el paño mojado es demasiado intenso. Ella no se cansa. Lo hace una y otra vez. El agua resbala por las comisuras de mis labios. Me hundo. Me estoy hundiendo. Y el silencio me devuelve el eco de una vida que se aleja. No tengo futuro. ¿Y el presente? ¿Dónde está el presente? ¿Por qué me ha abandonado? Sólo quiero pasar mis últimas horas consciente, sin dolor. Ojalá pudiera convertirme en humo. Salir volando y alejarme de este fuego que me quema desde dentro. Sé que ni siquiera en la muerte hallaré descanso. No quiero morir. Me rompo. Me estoy rompiendo...


—Está muerto.

—No, no lo está, aún respira. ¿No ves cómo se mueve su pecho?

—Es sólo un reflejo. Acerca el espejo, a ver si lo mancha con su aliento.

—No hace falta, Iulian. Es mi hijo, sigue vivo. Todavía sigue vivo.

Iulian se acercó al lecho, con cuidado. El joven apenas tenía catorce años y sólo hacía unos días que había sido alto y robusto. Ahora la maldición había consumido su cuerpo hasta dejarlo tan esquelético como un fantasma. Alba, la madre, parecía tan consumida como él, cansada tras largas noches en vela, tras una semana de agonía, esperando un milagro que nunca llegaba. Los milagros no existen cuando la maldición te ha alcanzado.

—Se está enfriando, ha dejado de sudar.

—Es la fiebre, que remite. —Alba volvió a aplicar el paño húmedo en las sienes, borrando las huellas del sudor; volvió a mojar los labios, intentado que algo del preciado líquido llegara a la garganta reseca del enfermo. Iulian se acercó a su lado y tocó la frente pálida del joven.

—No remite, Alba, tu hijo se muere.

—Sí, se muere —Alba miró a Iulian a los ojos, clavándolos en él como dos puñales—. Se muere, pero todavía no está muerto.

Alba sacudió sus cabellos, prematuramente encanecidos, y se levantó. Se asomó a la ventana donde el sol se ponía una vez más, dando paso a otra noche que pasaría en vela.

—Tuve dos hijos, Iulian, y a los dos los he perdido. Mi esposo. Mis hermanos. Ojalá hubieran nacido muertos. Ojalá. Es mucho peor que ver cómo la vida se les escapa poco a poco. Ver cómo mueren dos veces... Es lo único que me queda.

—Ya no respira, Alba, está muerto. Ha abierto los ojos.

—No está muerto, Iulian, aún no. No está muerto. No está muerto.


Tengo los ojos abiertos. No siento nada. Ni frío ni calor. Mi madre se ha alejado de la cama, la veo junto a la ventana. Quizás espera que los fantasmas vengan a ayudarnos. Los fantasmas no pueden hacer nada. Hay demasiados muertos. Iulian se ha sentado a mi lado, y toca mi frente. Sus ojos son tristes y están surcados por profundas arrugas de cansancio. Es anciano, muy anciano. El más anciano de la aldea. Sin embargo no es capaz de recordar ningún tiempo en el que las cosas fueran bien. Estoy tranquilo. Por primera vez en mi vida estoy tranquilo. Eso me asusta. El dolor ha desaparecido. La angustia se ha marchado. La vida. ¿Dónde está la vida? Iulian ha acercado un espejo a mi rostro y no puedo verme reflejado. Mejor. Mi rostro tiene que estar pálido y ojeroso, consumido por las horas de fiebre. Iulian lo retira, y mira a mi madre.


—No hay aliento.

Iulian muestra el espejo. La imagen se refleja clara y concisa, la imagen de una mujer que acaba de ver morir al último de sus hijos. Las lágrimas se agolpan en torno a sus párpados, tan húmedos que parecen incapaces de contenerlas pero lo hace. Las contiene. Intenta negar con la cabeza pero los ojos de Iulian están tan seguros y tan tristes que no tiene más remedio que bajar los suyos, para que él no la vea llorar.

—No se podía hacer otra cosa, Alba.

—Nunca se puede hacer nada.

Alba volvió de nuevo a sentarse junto a su hijo y le cerró los ojos, amorosamente, y acarició sus cabellos empapados de sudor. Él había sido su vida ¿qué iba a hacer ahora? Ya no tenía nada.
Me ha cerrado los ojos pero sigo viendo en la oscuridad. Es como si no tuviera párpados, o como si fueran transparentes. Creo que no puedo mover los ojos. Tampoco puedo sentir sus manos. Me gustaría que me hiciera daño, que me clavara las uñas y notar cómo la sangre se escapa de mis venas. La sangre ya no corre. La echo de menos. Sin embargo estoy tranquilo. No quiero estar tranquilo. No quiero estar en paz. Me enterrarán. Me cubrirán de tierra áspera y yo seguiré viendo a través de mis ojos sin párpados. Pero sólo veré los gusanos arrastrándose sobre mi cuerpo. Nada más. No hay nada más. Eso es lo que me espera. Mi cuerpo se consumirá en la tierra y seguiré viendo. ¿Veré? ¿Podré hacerlo cuando no tenga ojos? ¿Por qué no dejo de pensar? No dejo de pensar. No estoy muerto. El dolor ha remitido, la angustia ha cesado. El miedo. El miedo continúa.  

—Ha movido la mano.

—Sí, pronto empezará, Alba, debemos darnos prisa, antes de que se convierta en un monstruo.

—No. Todavía está vivo. Estoy segura, ha movido la mano.

—Es como la respiración, un acto reflejo. Todo ha terminado, Alba.

—Ha movido la mano. Mi hijo ha movido la mano.

—¿Quieres que acerque otra vez el espejo?

—No. No hace falta. Mi hijo está muerto. Lo sé. Su corazón no late. Pero ha movido la mano. Esperemos. Hasta el amanecer, sólo hasta el amanecer.


Despierto. Me elevo. Me estoy elevando. El miedo es sólo el último suspiro. No lo he entregado. Aún lo tengo. No lo he perdido. No me he abandonado a la inconsciencia. Ahora no podré irme. Me levantaré. Me sentaré a su lado. La gente que amo sigue viva. Mi madre llora sobre mis ojos cerrados. Me aprieta la mano con fuerza. Le digo que ya no siento dolor. La fiebre se ha ido. Ahora estoy frío. De mis ojos no salen lágrimas. No estoy tranquilo. Me siento vacío. Como si me faltara algo. ¿Se puede echar de menos la enfermedad? ¿Las pesadillas también han desaparecido? ¿Con qué soñaré a partir de ahora? Ya no puedo morir. Estoy muerto. Tengo toda la eternidad para averiguarlo.


—¿Qué haremos ahora, Iulian?

Alba apretaba la mano de su hijo, como si la fuerza pudiera hacer que la sangre volviera a correr de nuevo por sus venas.

—No podemos hacer nada —los ojos de Iulian estaban de pronto cansados y temerosos, viendo como el joven apartaba la mano de su madre y, trabajosamente, se ponía de pie.

Alba lo miraba, incapaz de dirigirse a él como cuando estaba vivo. Caminó a trompicones por la habitación, con los ojos cerrados.

—Pero tenemos que ayudarle. Es mi hijo —susurró.

—Está maldito, no podemos hacer nada. Nadie sobrevive a un ataque como el que sufrió. Ha estado agonizando demasiado tiempo.

—Sufrirá, ahora.

—Sufriremos nosotros. Él ya no sufre. Ahora es uno de ellos.

—Lo matarán, cuando lo descubran.

—Ya está muerto, Alba, ya está muerto.

—No, no lo está. ¿No lo ves? Anda.

—Está maldito. Y tú lo estarás también, muy pronto. Sería mejor que estuviera realmente muerto, debemos enterrarlo.

Alba se había acercado a él, y le puso con cuidado una mano en el hombro pero la retiró, apresuradamente

—Está frío —dijo, y tembló.

Ahora es de noche. Me marcharé. Mi madre duerme. Y sus ojos no son como los míos. No pueden verme a través de los párpados cerrados. Iulian se ha dejado el espejo sobre la mesa. Me acerco y abro los párpados con las manos. Aprenderé a hacerlo de nuevo. Aprenderé a fingir que sigo vivo. No es tan difícil. Otros lo hacen. Él lo hace. No sospeché nada hasta que fue demasiado tarde. Me arrastré hasta mi casa, no estaba tan lejos... Me arrastré para que mi madre me acogiera amorosamente entre sus brazos, por última vez. Han tenido que pasar muchos días para que mi cuerpo se acostumbre a no tener sangre en las venas. Cada vez más frío. Sin embargo, yo no lo siento. ¿Cómo era el frío? No lo recuerdo. No recuerdo muchas cosas. Estoy maldito. Ellos quieren ahorrarme sufrimientos, Iulian lo dijo. Como si no pudiera oírles, como si no pudiera verlos. Quizás mi madre lo cree así. Iulian lo sabe. Me gustaría gritarles que no soy un monstruo. No quiero ser un monstruo. No lo seré... Es mejor que me vaya. No volveré a morir de nuevo, no los dejaré. Mi madre aún llora en sueños. Podría decirle que ya no siento dolor, ni angustia. De mis ojos no pueden salir lágrimas. En el fondo me siento vacío, como si me faltara algo. ¿Se pueden echar de menos las pesadillas? No siento nada. ¿Encontraré alguna vez algo que llegue a despertar de nuevo mis sentidos? Ni la sangre. Ni siquiera la sangre.


—Se ha ido.

Pronto amanecería. Y el sol entraría de nuevo por la ventana, acariciando su piel a pesar del frío. Alba despertó, entumecida. Recordó y las lágrimas corrieron de nuevo por su rostro. Se preguntó porqué seguía viva. Las cosas no debían ser así. Ella había deseado compartir la maldición de su hijo, ya que no podía cambiarse con él. Poder andar muerta a su lado. Llevarlo de la mano en la oscuridad como lo había llevado a plena luz del día. Le había dado la oportunidad, pero él se había ido.

Se levantó para comprobarlo, lo buscó por toda la casa. No estaba. No la había tocado. Quizás le había dado un beso, antes de marcharse. Un roce de sus labios fríos, tan leve que no la había despertado. Alba buscó los signos de la maldición en su garganta pero no estaban. Los de su hijo eran dos círculos grandes, profundos, terribles... y no había podido borrarlos. El cuello de Alba estaba surcado por pequeñas arrugas de la edad, pero ninguna marca maldita lo atravesaba. Estaba a salvo. Estaba viva. Le quedaban todavía muchas lágrimas.

Iulian llegó pronto y la encontró tendida de nuevo en el lecho, llorando. Su cuerpo respiraba, sus ojos veían. Su voz murmuraba incoherencias. El anciano no pudo reprimir un suspiro de alivio antes de acercarse.

—Se ha ido —dijo, y ella levantó la cabeza para mirarlo.

—Se ha ido. Pero volverá. Sé que volverá a mi lado.

—Ya no es tu hijo, Alba, tu hijo ha muerto. Ahora es un monstruo. Debimos hacer algo anoche. No teníamos que haber esperado. Ahora se ha ido. Lo hemos dejado escapar.

—Es mi hijo, Iulian. No podía enterrar a otro hijo.

Él la miró, y en sus ojos había una pena inmensa.

—No sabes lo que deseas, no sabes lo terrible que es. La semana que pasas agonizando no es nada comparado con lo que viene después. Y no puedes escapar. He visto morir a muchos así. Dejan de ser hombres y se convierten en seres malditos. Hacen daño. No sabes lo que deseas.

Alba se dejó caer de nuevo en el lecho.

—Tengo que encontrar a mi hijo. No tengo nada más.

Iulian le acarició el encanecido cabello y lo apartó del rostro. El cuello de la mujer se le ofrecía casi de forma voluptuosa, con una desgarrada súplica. Sus labios se acercaron a ella. Labios fríos como los de un cadáver. Alba se dio cuenta de pronto de que no sentía su aliento. De pronto, Iulian se apartó.

—¡Ayúdame! —gritó ella.

Pero Iulian negó con la cabeza y, lentamente, recogió el espejo que aún permanecía sobre la mesa. Lo guardó en uno de sus bolsillos y salió de la casa sin decir nada más. El día empezaría a clarear pronto. Alba se dejó caer sobre el lecho y esperó, hasta que los primeros rayos del sol le acariciaron el rostro.

2 comentarios:

  1. Me he sentido atrapado por el pensamiento del muchacho. De su consciencia a pesar de la muerte que le va llegando poco poco. Agobio o una especie de claustrofobia, y como su mente va cambiando poco a poco a medida que se transforma.

    Buen relato

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