–Era sólo un hombre -dice Ismeth y yo asiento con la cabeza.
–Sí, y también es un símbolo. Ahora los hombres arrojan las armas y huyen y las mujeres se esconden con sus hijos. Si todos vieran su brillante espada avanzando hacia la batalla correrían tras él, lucharían a su lado, tendríamos una oportunidad. Aunque sea demasiado viejo ya para luchar y su espada no nos traiga la victoria, al menos nos dará esperanza para continuar luchando –le digo, pero ella no parece convencida. Ismeth tiene los largos cabellos blancos y el rostro arrugado, dicen las historias ue cuando yo nací era ya vieja, aún lo sigue siendo, sus dedos retorcidos tocan el cristal con cuidado, como si quemara. Lo observa. Yo no aguanto más y golpeo el cristal con todas mis fuerzas, lo golpeo hasta que se rompe en mil pedazos. La sangre de mi mano mancha la seda blanca.
Ahora lo veo como realmente es, en una tumba de cristales rotos, esperanzas hecha pedazos, la espada que ha matado a dragones y despedazado a enemigos ha resbalado de la mano y cae al suelo, retumba en el silencio. Ya es demasiado tarde. Hemos perdido si nadie nos conduce a la batalla. Miro a Ismeth con ojos suplicantes. ¿Lo harás, Ismeth? ¿Lo harás?
Velázquez
Ismeth retira la seda, los brazos están cubiertos de cicatrices, necesita mi ayuda para quitarle la armadura y soy yo el que la separa de su cuerpo y la deja a un lado, me sorprende el tajo que tiene al costado. Lo han limpiado, pero la herida es de color negro, la carne había empezado a pudrirse antes de que aplicaran sobre él los ungüentos que evitan la corrupción. Me agacho y recojo la espada, pesa demasiado para mí, la coloco junto a su mano y cierro los dedos de Arknek en torno a la empuñadura. Es lo único que era realmente suyo. Lo único que va a necesitar ahora. Los dedos están fríos y rígidos y temo romperlos, es mi mano la que hace fuerza, mi mano la que sostiene la espada. Así será. Estoy preparado.
Me siento a su lado, compartiendo el estrecho catafalco, los cristales se clavan en mi piel pero no me atrevo a quejarme. Ismeth podría echarse atrás. Sus pequeños ojos me miran y parecen leer mis pensamientos. Sabe que tengo miedo.
–Podemos parar, Althis -me dice. Lo pienso un momento. Puedo parar. ¿Y qué conseguiré? Morir mañana mientras veo cómo toda mi gente muere conmigo. Asiento con la cabeza sin pensarlo más. No quiero pensarlo más. Podría arrepentirme.
Ismeth da la vuelta a la tumba, esparciendo pétalos de rosa y hojas secas de enebro, murmurando letanías que no comprendo. Tengo miedo. De repente tengo miedo. Aprieto la mano del cadáver como si él pudiera quitármelo, pero me contengo a tiempo. Si le rompo los huesos no servirá de nada. Esa mano tiene que empuñar la espada.
Arknek siempre fue el más valiente, el más orgulloso de nuestros generales. Se cuenta que ha luchado contra dragones y los ha vencido. Condujo a nuestro ejército a la guerra y volvimos triunfantes, todos los jóvenes soñábamos con luchar a su lado. Cuenta la leyenda que después de recibir el golpe mortal se mantuvo de pie y continuó luchando durante horas, hasta que la batalla terminó y cayó al suelo. Tu sangre regó la de tus enemigos y nosotros recogimos tu cuerpo y te hicimos esta tumba. ¿Qué vas a pensar, al verla? Cuando abras los ojos y veas que la guerra continúa, y que ahora vamos a perder. Necesitamos que vuelvas a empuñar la espada. Te necesitamos.
El canto de Ismeth se hace más fuerte, más potente, y espero a sentirme cansado. Las fuerzas me abandonan y la mano que sujeta la espada se abre, oigo como el arma cae al suelo de nuevo, pero no soy capaz ya de moverme y recogerla. Tendrás que hacerlo tú, cuando te levantes. Lo harás tú con mi sangre, mi fuerza, mi vida.
Ahora mis manos están frías como las tuyas y veo borroso, noto cómo tus párpados se mueven, el pecho comienza a elevarse y a respirar al mismo tiempo que a mí me cuesta cada vez más trabajo hacerlo. El color vuelve a tu rostro y abandona el mío, ya no oigo las palabras extrañas de Ismeth, aun veo, espero poder hacerlo hasta que abras los ojos. Noto ya la sangre recorriendo tus heridas.
Tengo miedo. Quiero gritar pero no tengo fuerzas. Ismeth. Ismeth. ¿Qué está pasando? Todas las heridas de Arknek están abiertas y la sangre, mi sangre, se derrama por ellas como un torrente. No puedo hacer nada para contenerla. Su pecho se retuerce entre estertores, rechazando el aire que se adentra en sus pulmones. ¿Qué ocurre, Ismeth? Has dejado de cantar. Tu cabellos blancos también se han manchado de sangre.
No puedo sostenerme y mi cabeza cae sobre el cuerpo de Arknek. El cuerpo del héroe. Su respiración se hace cada vez más débil, como la mía. La sangre que sale de sus heridas me mancha el rostro y se mezcla con mis lágrimas, o con las suyas. No sé cual de los dos etá llorando. ¿Qué ha salido mal, Ismeth?
–No le preguntamos si él quería volver -la voz de Ismeth pareció salir de las profundidades de mi cabeza, igual que sus pasos al alejarse y dejarme solo, en la tumba de cristales rotos. El cuerpo de Arknek se vuelve cada vez más frío. El mío también. Nadie recogerá la espada del suelo.
Un tanto confuso pero un excelente relato. Ya tu habias publicado este cuento antes o es inedito?
ResponderEliminarEs inédito. En realidad es lo último que he escrito. Ya era hora de publicar algo realmente nuevo ;)
ResponderEliminarTengo otro relato inédito pendiente por publicar, pero ese lo escribí el año pasado, este tiene apenas una semana.
Gracias por leerlo :D
bueno mujer pon mas escritos por aqui
ResponderEliminar