Este es el relato con el que he quedado finalista en el concurso de relatos de terror y suspense "El Abismo del Fénix"
Herencia
Audrey se detuvo frente a la puerta cerrada, no se oía nada, ni el susurro del viento colándose entre las rendijas de la madera. Extendió la mano para abrirla, una mano blanca, de largos dedos que se difuminaban en el aire sin conseguir tocar el pomo de la puerta.
Se quedó allí largo rato, pensando, esperando. Oyó pasos que se acercaban por las escaleras, pasos apresurados que hacían crujir los viejos escalones. Se aplastó contra la pared, oculta en las sombras, esperando que no la vieran. No debía estar allí y nadie debía descubrirla. Siempre estaba en lugares donde no debía.
Una joven llegó corriendo hasta la puerta, su respiración era agitada y nerviosa, sus cabellos largos y cobrizos estaban perlados de sudor, la llama de una vela ondeaba en su mano. Se detuvo un momento a recuperar el aliento, mirando la puerta cerrada. Audrey sintió deseos de llorar, casi podía notar cómo sus ojos se humedecían aunque fuera mentira. Se acercó a la joven y extendió su mano junto a la de ella. Manos blancas de largos dedos que no podían tocarse, tan parecidas y, sin embargo, distintas. La joven se estremeció como si sintiera frío, pero su mano apretó con fuerza el pomo y abrió la puerta.
Audrey sabía lo que encontraría dentro.
El viejo laboratorio estaba intacto, como si la puerta no llevara cerrada cincuenta años. La joven se adentró en él con pasos vacilantes, con respeto, sin atreverse a tocar nada. Audrey la observaba desde el quicio de la puerta, quería gritar, quería advertirle de lo que iba a pasar, pero no salía la voz de su garganta, sólo un aire helado que hacía que la chica se estremeciera.
La joven pasó de largo sobre los estantes cubiertos de libros antiguos y los anaqueles con redomas llenas de líquidos pardos de olor penetrante, lo que buscaba estaba en el centro de la habitación, encima del atril. No se fijó en los dibujos del suelo, ni en que sus pies rozaban el centro de una intrincada estrella dibujada en las losas oscuras. Su mirada estaba fija en el objeto que reposaba en el atril.
La diadema emitía un brillo tenue, como si el sol se reflejara en ella aunque ninguno de sus rayos pudiera llegar hasta el sótano. La joven dejó la vela sobre el atril y acarició los intrincados dibujos de la diadema. Dudó un segundo antes de cogerla, un segundo en el que Audrey tuvo la esperanza de que esa chica fuera distinta a las demás y no lo hiciera, pero no lo era. Audrey vio cómo cogía la diadema y la llevaba hasta sus cabellos cobrizos, casi sintió cómo encajaba en la cabeza.
—¡Nooo! —gritó Audrey, entrando corriendo en la habitación, extendiendo las manos para impedirlo. La puerta se cerró tras ella y la joven desconcertada se volvió hacia la ráfaga de aire que entraba pero no veía nada. La llama de la vela se apagó, la diadema siguió reluciendo en su cabeza.
Se había equivocado, como Audrey, como todas las demás.
Audrey adivinó el miedo que debía sentir ahora la joven, igual al que había sentido ella, hacía ya tanto tiempo. Recordaba, recordaba como si fuera la primera vez. Nunca podría olvidarlo.
Al principio no había sabido dónde estaba. Todo estaba oscuro, el áspero tintineo de una gota sobre el suelo de piedra, el murmullo del aire que la rodeaba. Audrey se había llevado las manos a la cabeza, donde sentía aún la diadema que al tocarla comenzó a emitir un leve fulgor. Miró entonces a su alrededor, estaba en una cueva, un lugar grande, húmedo y oscuro. Tropezó con viejos huesos al andar, esqueletos que se agolpaban exhibiendo sonrisas huecas. No sabía de dónde venía el aire pero lo sentía a su alrededor como manos intentando sujetarla.
Comenzó a andar, la caverna parecía extenderse durante kilómetros. Encontró un estanque donde pudo calmar la sed. Se miró en las aguas y contempló un semblante demacrado, con profundas ojeras. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Dónde estaba? Se dio la vuelta y el estanque había desaparecido, como si lo hubiera imaginado.
No bajes al sótano, le habían dicho, no entres en el viejo laboratorio de tu abuelo. No leas sus libros traídos de los más remotos rincones del mundo, no mires sus experimentos, no bebas sus pociones. Todo lo había hecho y no había pasado nada, nadie se había enterado. Habían sido juegos de niña, juegos sin consecuencia. Jugaba a llamar a los espíritus, pero los espíritus nunca acudían, hasta que un día había entrado en el laboratorio y había visto en el atril la extraña diadema.
No sabía cómo había llegado hasta allí, parecía un regalo, un regalo mágico que le hacia su abuelo, ese hombre del que sólo contaban historias de terror, que habían quemado en la hoguera antes de que ella naciera, ese hombre al que todos seguían teniendo miedo a pesar de los años que llevaba muerto. Audrey siempre había imaginado a su abuelo como a un hombre misterioso y sabio y ahora le dejaba un regalo. No podía creerlo. Se acercó al atril con respeto y admiración. Nunca había tenido nada tan hermoso. Le atraía el leve fulgor que desprendía la joya y, cuando la tocó, le pareció suave y cálida. Algo en su interior le recordaba que no debía tocar las cosas de su abuelo pero, como siempre, no le hizo caso. Nadie se enteraría si se la ponía una vez, nadie tenía que saber que era de él. Audrey no se lo diría a nadie. Sintió una corriente de de aire a su alrededor y pensó que era nerviosismo. No estaba de más probársela antes de llevársela. Probársela y mirarse al espejo, no iba a pasar nada.
Tuvo muchos años para lamentarse de ello, en aquella caverna oscura. Al principio pensó que había entrado en una pesadilla. Caminaba y caminaba y al final le parecía que estaba dando vueltas alrededor del mismo sitio. Los huesos de los muertos la acompañaban, era lo único que había allí. Lloraba sin saber que hacer hasta que caía desplomada de miedo y cansancio. Cerraba los ojos, deseando abrirlos y estar de nuevo en casa pero nunca era así. Aquello no era un mal sueño, era real. Sentía a veces que no estaba sola, el viento soplaba, ráfagas de viento que a veces parecía que quisieran arrancarle la diadema de la cabeza. La diadema se resistía, era como si el mismo objeto quisiera seguir anclado en su frente, le apretaba, era como una garra que la aprisionaba.
Audrey gritó y la caverna le devolvió el grito multiplicado mil veces. Lloró y escuchó miles de llantos. Se obligó a poner las manos sobre la cabeza, se obligó a quitarse la diadema.
Lo vio. Estaba delante de ella, difuso como si estuviera hecho de aire en vez de carne. Lo reconoció por los retratos, era su abuelo, el abuelo que había sido quemado en la hoguera por practicar artes oscuras, el que había jurado que volvería y se vengaría, gritando mientras su cuerpo ardía. Y ahora estás aquí, abuelo. ¿Pero dónde estamos?
No le contestó. Ella extendió la mano para darle la diadema, pero la mano etérea de su abuelo no podía sujetarla y cayó al suelo, rodando hasta pararse a los pies de un esqueleto que no se había desmoronado. El esqueleto de un hombre que la miraba con sus cuencas vacías, con la macabra sonrisa de los muertos Supo que era él. Se acercó y puso la diadema sobre la cabeza del esqueleto.
Audrey se echó a temblar. Se reconoció. Eran sus cuencas vacías las que la miraban. Era su sonrisa la que tenía delante. Era ella la que estaba difuminada, vacía, la que era aire flotando alrededor de un esqueleto demasiado frágil. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? A su alrededor todo estaba muerto, sólo la diadema parecía viva.
Con el tiempo se acostumbró a verlos, miles de fantasmas flotando cerca de ella, intentando alargar las manos hacia la joya que resplandecía en la cabeza de su esqueleto, queriendo alcanzarla. ¿No podemos hacer nada?, quiso preguntar, pero no conseguía emitir ningún sonido.
Es una fosa, estoy en una fosa, comprendió al fin. La fosa de los brujos, los impuros, los que han jugado con lo prohibido. Me descubrieron, me arrastraron, me quemaron a mí también… Y no lo recuerdo, no recuerdo nada, porque entonces no era yo.
Audrey ya no sentía miedo, no lloraba, se limitaba a flotar en el aire, sin alejarse del cuerpo que había sido suyo. A veces se introducía en los huesos, intentaba moverlos pero no podía, otras veces soplaba encima de él, intentando arrancar la diadema de la cabeza, pero era imposible; hasta que un día abrieron la fosa y la luz entró iluminando los viejos huesos. Audrey aprovechó una ráfaga de aire para soplar con él, haciendo caer la diadema de su cabeza.
El enterrador se santiguó y dejó allí un nuevo cadáver, una mujer. Las ennegrecidas ropas que llevaba le resultaron extrañas a Audrey, también la apariencia del enterrador. El tiempo había cambiado el mundo. ¿Cuánto habría pasado? Quizás siglos. La fosa estaba abierta y Audrey aprovechó el momento para escapar de ella, para salir al cielo y al sol. El aire la arrastraba pero no le importaba, se dejó llevar por él hasta que estuvo lejos, hasta que llegó a un lugar que reconoció como su vieja casa, hasta que decidió atreverse a entrar, preguntándose si todo seguiría igual o si habría cambiado, hasta que bajó las escaleras que llevaban al sótano y se quedó parada delante de la puerta, la única puerta que no se atrevía a franquear.
Y esperó, y oyó los pasos apresurados una y otra vez, y sintió el horror de recordarlo todo una y otra vez.
Se escondió una vez más, cuando oyó los pasos bajando la escalera. Observó a la joven que se acercaba a la puerta, se vio otra vez, una vez más, pero no era ella. Los cabellos rubios enmarcaban un rostro demasiado joven. ¿Cuántas veces había sucedido aquello? Su hija, la hija de su hija, la hija de la hija de su hija… Audrey se quedó quieta esta vez, oculta en su rincón, sin acercarse a aquella joven que era la más parecida a como fue ella una vez, sin intentar impedir que traspasara la puerta, dejando que desapareciera en el interior del laboratorio hasta que la luz sobre el atril fue sólo un reflejo esquivo. Y vio entonces cómo otra figura bajaba las escaleras, lenta y silenciosa, la sombra de un hombre con los brazos atados a la espalda. Su ropa eran jirones de tela ennegrecida, su rostro el de un cadáver quemado. No se fijó en Audrey, escondida en un rincón, avanzó hasta entrar en la habitación, la puerta se cerró tras él. Audrey casi podía sentir cómo el aire helado la rodeaba, cómo la diadema se posaba en su cabeza.
Se acercó a la puerta y miró por el ojo de la cerradura, oyó las palabras que pronunció una voz muy parecida a la suya, a la que había tenido una vez, una voz que salía de los labios de la joven aunque Audrey sabía que era él quien estaba hablando. El espíritu de la joven debía estar ya lejos, en la misma fosa donde habían enterrado a su abuelo, donde la habían enterrado a ella, años después, y a su hija, y a su nieta. Recipientes para un mismo espíritu.
La joven sonrió, con una sonrisa feliz y malsana, estiró los brazos como si hiciera mucho tiempo que no sintiera su cuerpo, empezó a examinar los libros del laboratorio, dispuesta a trabajar. Se volvió un momento hacia la puerta, como si pudiera notar que Audrey estaba allí, detrás de la madera, observándola, sintiendo el aire frío en la nuca.
Dejé de ser yo, por eso puedo estar aquí ahora, por eso puedo verlo. Yo dejé de ser yo. Viviste mi vida.
Audrey extendió la mano para abrir la puerta, una mano blanca, de largos dedos que se difuminaban en el aire sin conseguir tocar el pomo. Ese no era el camino, se dijo, nunca lo había sido. Y avanzó un paso, sorprendiéndose de que la puerta pareciera no estar delante de ella. Se coló entre las rendijas, como si fuera aire, y se acercó flotando hasta la joven que, junto al atril, pasaba impaciente las páginas de un libro. Se detuvo de pronto y se volvió, sin ocultar la sorpresa en sus ojos. Audrey sabía que no podía verla, pero que sabía que estaba allí.
No sabes cuál de ellas soy ¿verdad?
La joven se llevó las manos a la diadema, Audrey veía que la sorpresa de sus ojos se iba transformando en terror. Sin embargo la joven no fue capaz de dar un paso y salir del centro de la intrincada estrella que se dibujaba en el suelo.
Han sido muchos años, abuelo, te he visto, he aprendido.
Audrey se acerco, se acercó más y más, un paso más y la diadema comenzaría a brillar, muy fuerte; otro paso y la atraería hacia el interior de ese cuerpo que temblaba y gemía. Sólo un paso más, un último paso y el espíritu de su abuelo ya no estaría allí, habría regresado a la tumba y Audrey podría vivir una vida. Aunque no fuera la suya.
Sintió de pronto el frío y el miedo, vio de nuevo a través de unos ojos. Intentó dar un paso, salir del laboratorio, pero trastabilló, incapaz de controlar el cuerpo donde estaba ahora. Cayó de rodillas y se arrastró hasta conseguir salir. Se apoyó un momento junto a la puerta, recuperando el aliento. Le costaba respirar, o quizás es que no recordaba cómo hacerlo. Se miró las manos, unas manos blancas, de largos dedos, que subieron hasta su frente y se ciñeron en torno a la diadema hasta que la arrancó de la cabeza. La arrojó dentro del laboratorio, el objeto rodó hasta quedar justo en el centro de la estrella, a los pies del atril. Adecuado, pensó, mientras hacía esfuerzos para levantarse, mientras cogía con fuerza el pomo de la puerta y la cerraba dando un portazo, mientras se volvía hacia las escaleras y comenzaba a subirlas con cuidado.
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Imágenes de Arnold Böklin
Guau Rae, excelente y muy malvado relato.
ResponderEliminar¡Gracias, Will!! :D
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