miércoles, 29 de septiembre de 2010

Diamantes y rosas



Se sentó en el suelo del jardín, con el niño apoyado en su regazo. Ya estaba enferma y se sentía cansada, tremendamente cansada. El pequeño quería jugar, alejarse de su regazo, le señalaba las rosas recién florecidas del jardín. Ella tenía miedo de que se pinchara con las espinas y lo agarró para que no se alejara, le gustaba tenerlo cerca. Los rizos dorados de su pequeño Anthony eran como rayos del sol, una caricia cálida en sus manos cuando los revolvía. La deslumbraba. La risa del niño la hacía feliz.

Dejó que su mano se perdiera en la rubia cabeza, acariciándolo amorosamente. Las manos inquietas del niño se enroscaron en torno a la pulsera que adornaba la muñeca de la madre. Diamantes engarzados en oro, brillantes y fríos. Ella se la quitó y se la dio al pequeño, para que se entretuviera jugando con ella. Era feliz así, en silencio, oliendo el perfume de las rosas y oyendo la risa clara de su pequeño. Sus preguntas con media lengua que sólo ella podía entender. Se dejó llevar por la tranquilidad del momento y entrecerró los ojos unos minutos. No le quedaban muchos momentos como ese. Notó como el pequeño Anthony la abrazaba con fuerza. A veces se preguntaba si el niño sabía que se iría pronto. 
 
Berthe Morrisot
No la dejaría marchar. La abrazaría con fuerza y la retendría todo el tiempo que pudiera. Ella luchaba para él, cada minuto que le arrancaba a la enfermedad era para él. Cuando la presión se aflojó de su cintura ella abrió los ojos. El niño tenía la espalda apoyada contra su cuerpo y sus manos manipulaban el broche de la pulsera, intentando abrirlo. Ella lo ayudó. Las piedras brillaban igual que las gotas de rocío sobre las rosas, si su anciana tía viera que había dejado una reliquia familiar en manos de un niño pequeño habría puesto el grito en el cielo. Si su hijo quería diamantes ella se los daría. Se lo daría todo. Ojalá pudiera evitarle todo el sufrimiento que le esperaba. Si al menos no sintiera dolor. Entrecerró de nuevo los ojos, dejando que el sol la arropara mientras se dejaba caer sobre el lecho de hierba.

Nunca supo cuánto tiempo estuvo dormida. La despertó una suave caricia en la mejilla. Abrió los ojos, se incorporó y las rosas se deslizaron hacia el suelo. Contempló los suaves pétalos esparcidos a su alrededor, se giró y vio cómo el pequeño Anthony se estiraba para alcanzar una rosa que estaba demasiado alta para su pequeña estatura. El niño corrió hacia su madre y le puso amorosamente la flor en el pelo.  Ella se dejó hacer, sonriendo, y luego cogió las manos de su hijo. Estaban llenas de cortes y arañazos, pero los ojos del pequeño se veían felices, no había llorado. Ella lo estrechó fuertemente entre sus brazos, hundida en el mar de rosas, se quedaron así mucho tiempo, hasta que los llamaron desde la casa. Ella hubiera preferido no moverse. Quedarse allí eternamente. Pero ya había visto que el niño tenía que sufrir sus propias heridas, y ella no podía hacer nada para impedir esos arañazos que él aceptaba aunque ella se resistiera a hacerlo.

Se levantó y le dio al pequeño Anthony la mano, como si ya no fuera un niño pequeño al que tuviera que llevar en brazos. El pequeño pareció comprenderlo porque la agarró con fuerza, como si tuviera miedo pero a la vez se sintiera capaz de poder andar solo. Y caminaron juntos hasta el umbral.

Cuando al día siguiente el jardinero comenzó a recoger las rosas esparcidas por el suelo, encontró una pulsera de diamantes entre los pétalos marchitos.


Gustav Klimt

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