Otro de los relatos inéditos que tengo pendientes de colgar. Por este me dieron una mención honorífica en el concurso de relato corto de Los Espejos de la Rueda de este año. Espero que os guste, es un poco más largo de lo habitual.
La orilla del mundo
Tercer día, al amanecer
A veces tengo miedo. Aprieto entonces los labios, me atuso el bigote y sigo adelante. Es lo que hacemos los Xhardos. Siempre adelante, sin mirar atrás. Detrás solo quedan ruinas, muerte, edificios hundidos en la tierra. Nuestra pequeña ciudad ha sido invadida por un mar que ha surgido de las entrañas de la tierra. ¿Y ahora? ¿Qué va a ser de mí ahora?
Me miran. Todos me miran. Les doy la espalda y me pongo a contemplar el horizonte, como si supiera qué hacer, como si estuviera trazando planes, buscando soluciones, aunque lo único que hago es intentar no sentirme incómodo. No es nada fácil. ¿Qué habrá más allá del mar?
Los heridos gritan. Se lamentan porque nadie viene a calmar su dolor. Las brujas hacen lo que pueden para ayudarlos pero son muy pocas y apenas pueden hacer nada por ellos. He intentado mandar mensajes a la capital imperial pidiendo ayuda, pero nadie nos responde. Nos han abandonado, lo sé. Estamos solos. En el fondo ninguno de los colonos echa de menos nuestra ayuda. Nosotros los conquistamos, los arrancamos de sus hogares y los enviamos aquí, a colonizar el confín del mundo. No eligieron y ahora los heridos nos maldicen una y otra vez en vez de rogar porque nuestro ejército aparezca al fondo de las colinas. Muchos morirán maldiciendo. Los más afortunados sobrevivirán con sus miembros amputados y nos maldecirán toda la vida. Es imposible explicarles que no hemos sido nosotros los que hemos partido la tierra en dos. Han visto los prodigios de nuestras brujas y creen que tenemos el poder para hacerlo, pero las grandes brujas del imperio no están aquí. Sólo ancianas que apenas pueden ayudar a mitigar los dolores. No merece la pena explicarles eso.
Yo he tenido suerte. Mi cuerpo no tiene ni un rasguño. Ni una mancha mi reluciente uniforme rojo y negro. Ni siquiera tengo motivos para maldecir a ese imperio que nos ha enterrado vivos en este lugar maldito, aunque quiero hacerlo. Sólo estoy cubierto de polvo.
Me doy la vuelta, doy órdenes a las cuadrillas de voluntarios que rebuscan en las ruinas de la ciudad sepultada. Todos tienen muertos allá abajo. El polvo ya ha desaparecido del aire. Han pasado tres días y la ciudad parece hundirse cada vez más. No encontraremos a más gente con vida… o con posibilidades de seguir viviendo. Casi cadáveres. Algunos me miran mal cuando lo digo. Los exhorto a buscar comida, a ayudar a los que aún están vivos. No podemos quedarnos a enterrarlos. Ya lo están. Nuestra prioridad tiene que ser ahora sobrevivir. Lo digo. Veo rostros adustos, bocas torcidas, miradas que se desvían de la mía.
No somos los únicos que hemos sufrido, cada día se acercan más personas, gente que viene de pueblos vecinos, esperanzados de encontrar a nuestra guarnición. Muchos no han podido venir. ¿Cuántas aldeas han quedado sumergidas en este nuevo mar? Pero ya no hay guarnición, ni banderas del imperio en nuestra empalizada. Todos están muertos, todos. O agonizan bajo las ruinas. Todos menos yo. Algunos me miran y leo en sus ojos que yo tengo la culpa.
Cada día miro a mi alrededor, esperando que el ejército llegue y mis superiores me releven de este ingrato cargo que nunca he querido. Al principio escuchaba, la nube de polvo parecía llegar hasta las estrellas y sólo podíamos comunicarnos a gritos. Ahora reconozco mejor las voces que las caras, es como si no tuvieran, todas me parecen la misma. Hace tres días que no duermo. No puedo. Tengo que cumplir con mi deber.
Si al menos supiera qué puedo hacer.
Alguien ha sugerido marchar al oeste, los bárbaros indígenas tienen buenos pastos. O los tenían antes de que la tierra se abriera. Siempre hemos tenido conflictos con ellos, estamos heridos y hambrientos. No parece una buena opción. Otros han sugerido hacer un barco y cruzar ese mar que no sabemos hasta donde llega. Ninguno de nosotros sabe hacer barcos, ni navegar en ellos, pero eso no parece detenerles. Ni siquiera la posibilidad de encontrar cadáveres flotando en el agua. Yo prefiero no verlos.
El este. La capital imperial. Ninguno ha planteado esa posibilidad. Me miran con recelo cuando miro al este. Miran el escudo de mi uniforme. Sé que tendríamos que haberles protegido y no hemos hecho nada. El ejército del emperador ya tendría que estar aquí y no ha venido. No debería preocuparme más la gente que está lejos que la que tengo al lado y, sin embargo, me pregunto si habrá pasado algo, si también allí se ha abierto la tierra y la capital ha quedado sepultada por otro mar desconocido. En el fondo me alegra que no quieran marchar hacia el este. Me da miedo volver.
Me alejo de ellos y vuelvo a asomarme al mar. He llegado a acostumbrarse a su sonido, las olas rompientes arañando la tierra donde antes cultivábamos. Sé que no me dejarán tranquilo mucho tiempo y suspiro. Torcas se acerca. Conozco sus pasos. Un panadero reconvertido en líder de nuestro improvisado campamento. Su energía me agota. Ha bajado ya mil veces, aunque no siempre consigue recuperar heridos. Una vez más, me dice, bajará una vez más y luego nos pondremos en camino. Su familia ya está fuera. Cadáveres y heridos. Sin embargo sigue bajando, sigueayudando. Nunca pierde la esperanza. Sobrevivió a una guerra, sobrevivió a la esclavitud y a este destino en el fin del mundo. Sobrevivirá siempre. Si yo hubiera muerto con lo demás no habría importando, tampoco me necesitarían.
Asiento con la cabeza, sin volverme, tenso el cuello y endurecido el rictus de mi boca. Aparento un orgullo y una dignidad que no tengo, pero ellos no lo saben. Avanzo detrás de él. El suelo está húmedo. Quizás sea el mar, que se filtra hasta aquí, o la lluvia que empieza a caer. Todo ha cambiado. Tiembla la tierra y todo se desvanece, las ciudades, las personas. Nada nos aseguraque no volverá a temblar de nuevo.
Esta vez somos un grupo de ocho. Los miro antes de bajar. Ya lo hemos hecho otras veces. Conocemos el orden, el peligro, alguno traga saliva, otro piensa en todo lo que va a quedarse entre las ruinas. Todos me miran. Tengo que dar la orden.
Yo voy el primero. La primera vez bajé con la espada desenvainada, llevando una bruja a mi lado, pero no fueron más que estorbos. El peligro viene de los recuerdos que nos acechan, los fantasmas que dejamos atrás. Alguien señala huellas en el suelo, una rata sale corriendo de un rincón. Me tranquilizo. Si algo fuera mal, las ratas son las primeras que habrían salido corriendo. Yo no soy mucho mejor que ellas.
Ya empiezan a aparecer cadáveres. Hemos limpiado algunas zonas, enterrado a los muertos. Otras no. Somos demasiado pocos, estamos heridos y cansados. Ya no podemos hacer mucho más. Torcas vuelve a pararse delante de cada cadáver, a pesar de que a todos los hemos examinado ya. Tengo que hacerle una señal para que no se quede atrás. Separarnos es peligroso. Soy el único del grupo que tiene entrenamiento militar. Panaderos, campesinos, herreros, alfareros, taberneros… Ese es mi ejército ahora. Encontramos las ruinas del cuartel de la guarnición. Ninguno ha querido entrar. Desviamos la vista cuando pasamos por delante. No encontraremos nada dentro y avanzamos sin mirar. Pero esta es la última vez. Necesitamos armas y no azadas de campesinos.Los apremio a entrar y ninguno se niega a hacerlo.
El cuartel ha quedado reducido a cenizas y cascotes. Hay restos de armaduras desperdigados por todas partes. Alguien las recoge “esto también nos hará falta” dice, y no le digo que las suelte aunque estoy seguro de que no sabe cómo ponérsela. Tiene razón. Nos hará falta. ¿Qué más da que ese escudo sea alguna reliquia de familia que debería permanecer enterrada con su poseedor? Ojalá me diera igual, pero no es así. Es el entrenamiento que he recibido, ese entrenamiento que siempre he deseado olvidar y que ahora que podría hacerlo vuelve a mí con todas sus fuerzas. Me contengo para no obligar al tabernero a soltar todas aquellas cosas junto a los muertos. Mis compañeros. Mis amigos. Nos harán falta. Es nuestro deber proteger a los débiles, ayudarles a que se protejan a sí mismos. Porque somos el ejército de Xhardas, porque somos lo que queda de la ley en el fin del mundo.
Me voy alejando de ellos, oigo el sonido que hace el acero al entrechocar entre sí mientras recogen las armas de entre los escombros. Un enemigo ya nos habría emboscado. También gritan y tropiezan con las vigas derruidas. En estos tres días he aprendido que pedirles prudencia no sirve de nada así que los dejo. Ya hemos sufrido bastante.
Avanzo entre tinieblas. La antorcha se va apagando, pero no voy a encender otra. El silencio y la oscuridad me van absorbiendo poco a poco. Ya no es la ciudad, sino una caverna oscura, húmeda. Huele a putrefacción. Avanzo lentamente, casi a tientas, cerca de allí estaban las cocinas, imposible saber dónde exactamente. Me detengo cuando siento que algo se enrosca en mi pierna yaprieta fuerte. No puedo mover el tobillo. Tardo un segundo en darme cuenta de que es una mano humana.
Dejo de moverme. La presión se afloja. La antorcha ilumina un montón de escombros en el suelo. Apenas distingo el rostro enterrado, cubierto de sangre. Tiene los ojos cerrados. El uniforme está manchado de sangre. Y vuelven los recuerdos.
Tres días antes, al anochecer
El frío de la noche, el olor a hierba húmeda. El caballo que relincha en el establo. Me envuelvo en la capa antes de salir de mi pequeña habitación. Tengo que darme prisa, mucha prisa. Los ojos me miran desde la empalizada. Un soldado adormilado en su puesto de guardia. El capitán que recorre cada puesto en la última ronda, antes de irse a dormir. La puerta está cerrada, pero he preparado un hueco en la empalizada, tras el establo, un rincón alejado de los ojos curiosos. El encantamiento de la bruja durará hasta el amanecer, sólo entonces verán la brecha y comprenderán. Ella no me hizo preguntas, sólo tuve que pagarle el conjuro. Las brujas son así. Ahora todo está dispuesto. Me alejo, me alejo. Tengo miedo. Me repito a mí mismo que no me descubrirán. No lo harán. Cabalgaré lejos.
Espero a que las luces estén completamente apagadas. Todo está ahora en silencio. Esta noche no hay luna y los bárbaros indígenas no atacarán, la guardia puede relajarse y si saludo al capitán al pasar no me mira dos veces. Torcas el panadero es el único que tiene la luz encendida, pero aún no me llega el olor del pan recién horneado. Sigo andando. No me cruzo con nadie más en el camino hacia los establos. Sólo veo sombras lejanas, no podría dar el nombre de nadie. Subo el embozo de la capa. Tampoco ellos saben quién soy yo. Sólo el color del uniforme, la forma oscura de la capa, como si estuviera envuelto en la misma noche. No tengo que preocuparme por nada, sólo de pensar si realmente estoy tomando la decisión correcta.
Me hubiera gustado poder quitarme el uniforme, se pega a mi piel como si llevara ventosas, me asfixia, me ahoga. Pero aún tengo que continuar con él unas horas más, es mi salvoconducto. Fue mi prisión y ahora es la llave de salida. Estoy tan cerca ya. Fue un error alistarme, pensar que en la frontera todo sería más fácil, la vida más sencilla, que mis problemas se solucionarían y no echaría de menos nada. La gloria no me alcanzará en este lugar perdido, sino una flecha de los bárbaros que creen que estas son sus tierras ancestrales y que no tenemos derecho a instalarnos aquí. Mi misión es proteger a estos colonos que nos miran por encima del hombro. Ellos saben que en el fondo no hacemos nada. Sabrían protegerse a sí mismos si tuvieran que hacerlo, no nos deben nada. Quizás lo que hacemos es simplemente impedir que salgan corriendo de vuelta a sus hogares, como voy a hacer yo. Pero ellos están bien, están a gusto aquí. Trabajan duro y luchan por hacer una ciudad en lo que antes sólo era un campamento. Los soldados somos los intrusos aquí, los recuerdos de un mundo que ha quedado muy lejos y que a veces parece que no ha existido nunca, un mundo para el que ellos no contaban nada. ¿Cómo podría reprocharles que no me guarden respeto? Si ven el miedo en mis ojos, si saben que me escabullo cuando surgen conflictos. Mis compañeros son más valientes, mucho más decididos, pero yo no. Quizás soy el único soldado que sueña con desertar. Soy la vergüenza del ejército imperial. Es mejor así, no tendré que pelearme con nadie por el caballo que relincha en el establo.
El establo es enorme, pero está vacío. El último caballo dormita de pie, junto a las bridas que hace tiempo nadie le pone. Aquel lugar tendría que haber estado lleno de caballos, en los alrededores debían arracimarse los carros, cargados de mercancías, de gentes que viajaran desde este confín del mundo hasta la capital imperial. Pero en realidad nadie quiere venir. ¿Quién querría? Sólo hay polvo y malas cosechas. Yo no volveré jamás. Jamás.
Un único guardia vigila el perímetro del establo, lleva el uniforme rojo y negro de la guardia imperial. Sé que no ha visto la brecha en la empalizada. Muestro la mejor de mis sonrisas y saco el odre de vino antes de acercarme, saludando. El también me sonríe. No se siente nervioso al verme. Dejo que la capa se abra y se distinga el uniforme, el mismo que el suyo. No soy un bárbaro indígena ni un hosco colono. Soy un soldado, como él. Un soldado que parece orgulloso de serlo. Al tercer trago aprovecho un descuido para noquearle y ocultarlo entre las sombras del establo. Ahora sólo tengo que coger el caballo y marcharme. Esto es lo más difícil. Ahora podrían descubrirme. No hay motivos para que monte el caballo del coronel, ni para que deje allí su carruaje y en cambio cabalgue a pelo, como un bárbaro. La idea me tienta pero cojo la silla de montar y ensillo el caballo. Atraeré la atención de los guardias que antes me ignoraban. Ahora seré algo extraño. Lo sé. Pero tengo que tranquilizarme. Todo está pensado. Todo está medido. Sé el tiempo que tengo que esperar escondido, conozco los lugares donde las sombras son más profundas y cual es el momento de apresurarme. Después sólo tengo que conseguir llegar al sendero. El caballo me durará lo suficiente hasta la primera parada de postas. O eso espero. Allí ya no llevaré uniforme, seré un viajero más. Uno de pocos, pero será suficiente. ¿Dónde iré? No puedo volver a la capital imperial. Quizás el norte. En el norte el clima es suave y los hombres amables, eso dicen. Nunca he estado en el norte. Allí estaré lejos del todo, lejos del imperio, del ejército, lejos de este maldito lugar. Lejos del fin del mundo. He soñado muchas veces con este momento. El momento de la huida. En cambio nunca he imaginado qué pasará después, si seguiré huyendo eternamente. Espero no tener que hacerlo. Sólo quiero instalarme en algún lugar en paz, donde las flechas no sobrevuelen mi cabeza, donde la tierra no tiemble cada semana, donde las órdenes no supongan la posibilidad de morir. Sé que corro un gran riesgo, que pueden atraparme, pero tengo que intentarlo. Si sigo aquí terminaré por volverme loco.
El caballo está inquieto, pero se deja poner la silla con facilidad. Hace mucho que no monto y siento un cosquilleo nervioso cuando agarro las bridas. Nos movemos. Intento reprimirlo. Tardaremos aún unos segundos más. Espero. Me siento más ligero de pronto, más etéreo, más libre, y no sé si es por el nerviosismo o por la excitación. Ya no importa. Ya nada importa. Es el momento. Me voy.
El ligero temblor de tierra parece dar alas al caballo. Relincha, pero nadie nos oye. Cabalgamos a paso rápido hacia el lugar que he preparado en la empalizada. Espero que pueda saltarlo, no debería tener ningún problema. Es un buen caballo. Saltamos y corremos, a través de los campos, pisoteando las cosechas que aún no han brotado, la tierra yerma y amarilla, llena de sombras en la noche oscura. Miro a la estrellas para buscar el camino, sé cómo llegar al sendero, y parece algo mágico cabalgar a ciegas, dejándome llevar por la pasión del caballo.
Trotamos. Hace ya horas que hemos dejado atrás los campos labrados, las casas. Tenemos que darnos prisa, antes de que salga el sol y los bárbaros aparezcan en el horizonte, acosándonos. No deben encontrarme. Quizás el ejército también salga a buscarme. El sendero está ya cerca, lo encontraré, una vez en el sendero es cosa de seguir corriendo. Y la primera parada ya no estará demasiado lejos. Noto la vibración de la tierra, parece que quiere correr conmigo. Es tan fuerte. Quizás lo noto más porque estoy sobre el caballo. Está nervioso. Corre demasiado. Corremos. Apenas puedo controlarlo. Todo pasa en segundos. Parece incluso menos tiempo. Y el sonido atronador me aturde. Vuelvo la cabeza, miro hacia atrás. Me prometí que no lo haría. Alguna pequeña luz brillará todavía. Algo. No veo nada. Lucho por detener el caballo. No quiere. No se deja. Tiro de las riendas con fuerza, pero es como si no lo notara. Tiene más miedo que yo.
Por fin nos detenemos y miro hacia atrás. Sólo hay una enorme nube de polvo que lo cubre todo. El suelo aún tiembla y me pregunto si estamos a salvo. Si ellos están a salvo. Me quedo allí, sobre la colina, esperando hasta que las luces del amanecer comienzan a verse por el oeste. La nube de polvo parece reluciente, los reflejos anaranjados del sol flotan entre ella. Sigo sin ver nada. Nuestra pequeña ciudad ha desaparecido. El confín del mundo se ha convertido en una nube de polvo.
El caballo está tranquilo a mi lado. Eso es que todo ha pasado ya. Miro a mi alrededor, estamos en lo alto de una colina, apenas veo mis manos entre la nube de polvo. Oigo rumor de agua y me sorprende ver que está tan cerca de mis pies. Tampoco puedo distinguir el camino. Todo se ha cubierto de un fango negruzco, que parece rezumar de la tierra. Espero un poco más. Dudo entre seguir adelante o volver atrás. No parece haber nada en ninguna de las dos direcciones. Me inclino por seguir hacia el lugar que aún está seco, que no está cubierto por ese légamo pantanoso. De vuelta. Si fuera valiente seguiría hacia delante, pero delante sólo hay agua. El caballo quiere volver atrás.
Lo llevo de las bridas y avanzo, dejando que mis botas se manchen de légamo. Ahora no tengo prisa, la tierra se ha abierto y mi pequeña fuga no parece tener ninguna importancia. Mis superiores no me dirán nada. Como mucho pensarán que he intentado escapar del desastre. No sabrá nadie que soy un desertor. Ya distingo figuras entre la nube de polvo. Los colonos transportando muertos. Habría sido mejor seguir a oscuras, no ver nada. Me acerco despacio pero nadie me mira. Intento encontrar a un superior pero no hay más soldados. Tardo un buen rato en darme cuenta de que soy el último. Me quedo quieto, mirando los campos de labranza convertidos en un mar oscuro, mirando las ruinas de lo que fue nuestra pequeña ciudad, hundidas en un precipicio donde rompen las olas. Me doy la vuelta y veo que ahora sí me miran, y alguno de ellos se adelanta y me pregunta qué vamos a hacer.
Tercer día, al amanecer
Me agacho junto al cuerpo y pongo mis manos sobre los labios resecos. Parece que respira. Comienzo a apartar los cascotes mientras llamo pidiendo ayuda. Grito lo más fuerte que puedo. Intento mover la viga que lo aprisiona aunque eso haga que se derrumben las precarias paredes que nos rodean. No puedo moverlo yo solo. Y está vivo. Está vivo.
Intento limpiar su rostro de polvo. Veo los galones en su uniforme. Un capitán, es un capitán. Grito más fuerte y sigo desenterrándolo con todas mis fuerzas. Mis manos se llenan de arañazos pero apenas avanzo. Es Torcas el que viene corriendo. El que da las órdenes al resto de los hombres. El que me aparta para poder rescatar al capitán. Un superviviente más, esta vez uno de nosotros, mientras sus familias están muertas. No parece importarles y trabajan duro para sacarlo de allí. Yo me limito a quedarme atrás y mirar. Ni siquiera les doy indicaciones. Es como si me hubiera vuelto invisible de pronto.
Lo sacamos fuera y lo tendemos en lo alto de la colina. No lo he tocado. Me siento a su lado mientras espero a que se acerque un sanador. Ya no puedo volverme hacia el mar, a fingir que pienso. Cuando abra los ojos verá que sólo estamos los dos. Después de la última bajada hasta mi uniforme se ha desgarrado.
Su mano presiona de nuevo mi antebrazo y yo lo sostengo. Se agita en sueños. Quiere levantarse, quiere luchar. No sabe que los enemigos contra los que luchamos son la tierra y el mar. Que ni los bárbaros indígenas pueden hacernos nada ya. Acaban de llegar algunos, cansados y mojados, pidiendo ayuda. Se han sentado juntos, aparte, lejos de nosotros y a la vez muy cerca. Torcas me ha mirado con una muda pregunta en los ojos y yo he asentido con la cabeza. Mejor juntos a que nos ataquen por la espalda. En el fondo Torcas y yo nos entendemos bien. El sabe que quizás yo huya en cuanto tenga ocasión, yo sé que él no huiría nunca aunque fuera lo único que pudiera hacer.
La respiración del capitán se vuelve más tranquila y la presión de su mano es más suave. No sé si está muriéndose ya o si se está recuperando. Levanto los ojos buscando a la bruja, la vieja mujer envuelta en telas negras que se acerca lentamente. Trae viejos remedios que no sirven de mucho pero calman el dolor, y musita leves encantamientos que a mí me parecen que aceleran la muerte. El resistirá el dolor, le digo, para que aproveche sus ungüentos en el resto de los heridos, pero la mujer sonríe y las arrugas de su rostro se multiplican. No es la misma que me vendió el hechizo que ocultaba el agujero en la empalizada, aunque todas se parecen mucho. Podría equivocarme. La miro otra vez, pero no noto que me reconozca.
Se marcha y siento impotencia. Camina unos pasos y el bulto informe de andrajos negros vuelve a agacharse sobre otro herido con la misma sonrisa en los labios. La contemplo unos minutos antes de notar que la presión de la mano del capitán se ha relajado. Me ha soltado. Lo miro y compruebo que tiene los ojos abiertos y me está mirando.
No sé cuanto tiempo lleva así, mirándome fijamente, como si yo fuera un fantasma. Tal vez lo soy, en cierto modo. Su mano cuelga lacia del costado, como si le hubieran abandonado todas sus fuerzas. Me acerco y lo llamo: Señor, capitán, susurro en voz baja preguntándome si puede oírme, o si me reconoce. Sus labios tiemblan, intentando decirme algo. Me acerco más, para poder entenderle, son apenas dos sílabas que tartamudean en sus labios: Te vi. Te vi. Te vi.
Cierra los ojos y el eco de sus palabras resuena en mi cabeza. Lo hará durante mucho tiempo. Sobrevivirá. Lo noto. No podrá andar, quizás, la cicatriz que cruza su rostro permanecerá para siempre. Pero sobrevivirá y él es el capitán. Tomará las decisiones a partir de ahora. Es lo que he estado deseando durante estos tres días. Se llevará bien con todos. Sabrá lo que hay que hacer. No tendrá dudas, ni miedos. Yo no tendré que pensar.
Y, quizás, la próxima vez que abra los labios pronunciará la palabra que ahora no ha podido. La palabra que me marcará el resto de mi vida. Y se lo contará a los demás. O tal vez no lo haga, y sólo la lea cuando lo mire a los ojos. Tal vez comprenda que ya no hay ningún sitio a dónde ir, que tendremos que caminar juntos por la orilla de este nuevo mar hasta que encontremos un lugar donde poder quedaros, donde sobrevivir. Y aún entonces tendré dudas, y él lo sabrá. Porque ya me fui una vez y puedo volver a hacerlo. Si no me voy es por miedo, si me vuelvo a marchar será por miedo.
Su boca sigue murmurando en silencio las mismas sílabas, o eso me parece a mí. Hubiera preferido que lo dijera claramente, que me llamara por el nombre que merezco, me lo he ganado aunque haya vuelto. Pero no lo hará, no lo dirá nunca. En realidad no hay diferencia. Aunque no lo pronuncie lo oigo en mi cabeza. Desertor. Desertor. Desertor.Torcas se acerca de nuevo. Hay cosas que hacer, él no se ha sentado a velar a su familia enferma. Así que me levanto y le sigo. Cada vez toma él más decisiones, pero siempre me pregunta primero. Hay que hablar con los bárbaros, me dice, ellos nos contarán como están las cosas por el oeste. Desde aquí solo vemos barro, pero las cosas pueden ser distintas más allá. Tal vez ellos sepan hacer barcos, me dice, esperanzado. Tal vez, tal vez. Pronto llegará el momento de arriesgarnos. Al menos estamos vivos, me dice, hemos tenido suerte. Yo miro la desolación en la que nos encontramos y no estoy tan seguro, pero asiento con la cabeza. Dejo que hable él. Es más fácil. Se calla cuando estamos frente a los bárbaros y se queda un paso detrás de mí. Su tierra sagrada se ha convertido en un mar sagrado y lo miran con desconfianza. No querrán cruzarlo. Nos cuentan como su pueblo ha quedado sepultado en ese mar que ruge furioso. Se quedarán. No tienen ningún sitio al que huir.
Nosotros tampoco.
El este parece la mejor opción, las colinas aún parecen firmes a lo lejos. Será un camino duro y no quiero tomarlo. Esperaré a que despierte el capitán. El nos dirá qué hacer. Ahora puedo cerrar los ojos un momento, dejar de pensar. Torcas se ha sentado a mi lado, y contempla el mar. Tú también me viste, pienso, tú también lo sabes.
-Algún día, cruzaremos el mar e iremos al norte –me dice.
Yo no añado que tal vez no haya norte, sino solo un mar eterno sin final. El me diría entonces que estamos en la orilla, que hemos tenido suerte, que hemos sobrevivido. Que encontraremos pronto tierra seca donde volver a cultivar. Y yo asentiría y cerraría los ojos de nuevo, porque no es justo que mate su esperanza sólo porque yo no la tengo. Y, por primera vez en tres días, intentaría dormir.
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