sábado, 18 de diciembre de 2010

[Relato] Setas

Para el Reto X, teníamos que escribir un relato donde estuvieran presentes la lujuria, la pereza y la gula. Este fue el resultado:

SETAS


Setas.

El tribuno Quinto Marcio miró el plato que la esclava situaba delante de él y después levantó la vista hacia su esposa, recostada en el triclinio al otro extremo de la mesa, que le devolvió una sonrisa sugerente mientras levantaba su copa de vino.

Setas. 

Quinto se sentía satisfecho, el banquete había sido tan abundante como de costumbre y le parecía que, por mucho que lo deseara, ya no podría comer nada más; incluso había pensado en prescindir de los confites esa noche, pero aquel plato de setas parecía que pronunciaba su nombre en un murmullo dulce, suplicándole que lo comiera. Las setas se veían tiernas y jugosas, adornadas con hierbas aromáticas que inundaban su olfato, tenían esa textura suave y sedosa que no podía resistirse a tocar. Miró a su esposa de nuevo y probó un sorbo de vino. Sabina le parecía especialmente hermosa esa noche, invitadora incluso, no dejaba de mirarlo con una intensidad que Quinto hacía tiempo que no veía. “Me gusta verte comer” le había dicho ella una vez, realmente en eso era fácil complacerla. La esclava ya se había alejado dejando el plato delante de él, estaría feo volver a llamarla para que lo retirara.

Setas.

Estaban deliciosas. 

 * * *

A sus espaldas la llamaban “la griega”, aunque Sabina era tan romana como el panteón de Agripa. El linaje de su familia se remontaba a los primeros reyes Tarquinios y, a decir de todos, Quinto Marcio había hecho un excelente matrimonio al desposar a la hija de Gneo Sabino, cónsul de Grecia. Sabina había vivido un tiempo en Roma, siendo muy niña, pero no había vuelto a la ciudad hasta que lo hizo en calidad de esposa del tribuno Quinto Marcio.

Marcia pensaba que su cuñada era como una de esas bellas estatuas que habían traído de Grecia: quieta, calmada, de movimientos lánguidos y mirada altiva. Apenas se relacionaba con las otras matronas con las que tenían amistad y había dejado todo el peso de la casa sobre los hombros de Marcia. Sabina prefería pasarse las horas tumbada en el jardín, mirando cómo creían las plantas, como si la mejor sociedad de Roma no fuera suficiente para ella.

A veces, Marcia se preguntaba qué la había llevado a desposarse con su hermano. Quinto distaba mucho de ser el hombre ideal: grueso, entrado ya en años y en canas, de escaso ingenio y torpe en maneras. Marcia no veía muestras de interés hacia él en su cuñada, se dirigía a él con una tibia apatía que Quinto no parecía notar. Sólo había un momento en el que los ojos de Sabina se iluminaban cuando miraba a su esposo: en los banquetes.

Sabina apenas comía, se entretenía picando descuidadamente de alguno de los platos mientras miraba a Quinto fijamente a través de la mesa. Sabina sonreía. A Marcia le parecía algo obsceno, veía a su hermano engullir un plato tras otro mientras su esposa no apartaba la mirada de él, sonreía, incluso se estremecía, y, al final del banquete, Sabina se dejaba caer sobre el triclinio como si estuviera agotada.

 * * * 

El cuerpo de Sabina era perfecto. Quinto podía pasarse horas contemplándolo antes de decidirse a tocarla; ella nunca decía nada, ni temblaba de excitación cuando al fin sentía las manos de su esposo recorriéndola. No protestaba cuando sentía el peso de Quinto sobre ella, aunque a veces exhalaba algún suspiro. No se movía, solía permanecer en silencio, mirando fijamente el techo hasta que él terminaba, incluso se apartaba un poco de él, como si no quisiera más contacto con su esposo del imprescindible.

“Me gusta verte comer”, decía ella y Quinto cubría su cuerpo de miel, ponía cerezas confitadas en sus pezones y rodeaba de trozos de fruta su ombligo. No parecía complacerla mucho, Sabina seguía distraída, mirando al techo mientras su marido la devoraba, suspirando con resignación cuando se subía encima de ella y, a veces, cuando Quinto jadeaba con más intensidad, lo miraba con curiosidad. Quinto se preguntaba por qué no podía tener en el lecho las miradas tentadoras que veía en la mesa, aquellas miradas que lo excitaban mucho más que la lánguida frialdad que encontraba en la cama.

* * *

—Me he debido casar con el único hombre que no corre por la casa persiguiendo a las esclavas.

La imagen de Quinto corriendo era ridícula, con sus piernecillas delgadas que parecían a veces no ser capaces de sostener el peso de su vientre. Marcia miró a su cuñada, en vez de con satisfacción y orgullo le parecía que había una queja en sus palabras; puede que solo fueran imaginaciones suyas, porque Sabina no le gustaba. ¿Quién sabía lo que podía estar pensando realmente? Apenas hablaba, apenas mostraba conformidad con nada, se dejaba llevar por Marcia en todo lo referente a las cuestiones de la casa, nunca decía que no a un deseo de Quinto pero ¿qué sentía ella realmente? Marcia estaba a veces tentada a preguntárselo. No esperaba que Sabina le dijera la verdad, no se fiaba de ella, pero esperaba poder sacar algo del fondo de sus mentiras, sería mejor que ese incómodo silencio.

—¿Te encuentras bien, Sabina?  —había preguntado, su cuñada se había puesto más seria de pronto, una fina línea en su máscara de mármol. Sabina miró a Marcia y se encogió de hombros.

—Estoy cansada —respondió.

* * *

Quinto acudía a su habitación todas las noches. Al principio se queda quieto, junto a la cama, mirándola. Eso no le importaba, hacía que se sintiera hermosa y deseada. Ella no lo miraba mientras se desvestía, una matrona debía mostrarse siempre recatada, sonrojarse era adecuado pero Sabina no era capaz de conseguirlo ni aunque se pellizcara las mejillas, tenía que recurrir al color artificial.

Pronto se dio cuenta de que no importaba demasiado, Quinto apenas prestaba atención a los detalles, nunca se fijaba en los pequeños cambios de su apariencia. Sabina había dejado de aplicar color a sus mejillas después de la primera semana de matrimonio.

Después de mirarla la tocaba, Sabina sentía sus dedos gruesos siguiendo la curva de su cuello, apretando sus pezones, deslizándose hasta sus muslos, hurgando entre ellos. En esos momentos volvía la cabeza y lo miraba. Quinto la miraba con adoración, pero no parecía verla realmente, la miraba como si Sabina fuera una pierna de cordero, dispuesta para ser devorada, incluso un hilillo de saliva se escapaba por la comisura de sus labios. Y se subía entonces encima de ella. Pesaba. Entraba y empujaba, empujaba una y otra vez, parecía incapaz de terminar, jadeaba sobre ella, babeaba y empujaba, hasta que al final todo su cuerpo se tensaba y se dejaba caer. La primera noche se dejó caer justo encima de ella, Sabina emitió un grito al sentir el enorme cuerpo de su esposo aplastándola, pero por más que lo intentaba no podía moverlo, hasta que él se dio cuenta y se apartó de ella. El resto de las noches Quinto había intentado dejarse caer a su lado, sudando copiosamente. Sabina intentaba acurrucarse al extremo de la cama, reacia a tocar aunque fuera de refilón el cuerpo pegajoso de su marido.

Había, sin embargo, buenos momentos. Quinto era un hombre complaciente que hacía realidad todos sus caprichos. Era rico y llevaba una vida cómoda. Las esclavas la lavaban, la peinaban, la vestían y la llevaban al jardín donde le gustaba sentarse a la sombra los calurosos días de verano, y estaban también los copiosos banquetes a los que asistía.

Sabina veía pasar los platos delante de ella sin apenas tocarlos, nunca tenía hambre. Quinto en cambio siempre estaba hambriento, la comida desaparecía en su boca a una velocidad increíble, sus manos se llenaban de grasa, se entreveía su lengua, húmeda y rosada, su saliva. Al principio se quedaba mirándolo, fascinada; después empezaba a sentir un cosquilleo que iba recorriendo su cuerpo, subiéndole de entre las piernas, Sabina no podía dejar de mirar a su esposo mientras el placer iba subiendo en intensidad. A distancia. Siempre había una mesa entre ellos. Su cuñada, Marcia, la miraba con reprobación, como si estuviera fingiendo en público una admiración por su marido que no mostraba en privado. No era eso, Marcia no podía entenderlo.

Sabina no sabía por qué su cuñada la odiaba. Nunca hacía nada que pudiera contrariarla, en realidad nunca hacía nada si podía evitarlo. A veces pensaba en ayudarla en la casa, pero no le apetecía y Marcia se las arreglaba bien sola. Otras veces pensaba en acompañarla a hacer visitas, pero salir la cansaba, era mucho más agradable sentarse en el jardín.

Había descubierto las setas en el jardín una mañana. Sabía que eran venenosas, su madre le había enseñado a distinguirlas; su madre solía ser muy pesada, le repetía las cosas una y otra vez hasta que se clavaban en su cabeza y la regañaba por estar siempre distraída. Ahora Sabina recordaba de pronto cosas que no sabía que conocía, aunque nunca lo mencionaba. Tampoco dijo esta vez nada de las setas, de todas formas no había peligro si nadie las cogía. Las setas venenosas eran las más bonitas, las que tenían una apariencia más sabrosa. Sabina recordó que Quinto adoraba las setas.

* * *

Allí estaba, tumbada en el jardín como si fuera una estatua de mármol. Inmóvil. Marcia a veces se preguntaba si Sabina respiraba, hasta ese sería un esfuerzo demasiado  grande para ella, como extender la mano y saludarla. Sabina fingía que no la había visto, si se acercara a ella quizás esbozara una sonrisa. Marcia no quería acercarse, esa mañana tenía muchas cosas que hacer, el cónsul Marco Emilio llegaba esa misma tarde y pasaría una semana alojado en su casa. Había demasiadas cosas que preparar.

Emilio era un viejo amigo de su padre, que llevaba años destinado en la Galia. Hacía mucho tiempo que Marcia no lo veía, lo encontró muy envejecido y tan grueso que, a su lado, su hermano parecía delgado. Marcia no pudo evitar mirar a Sabina, los ojos de su cuñada, curiosos, no se apartaban del invitado, que parecía encantado con las muestras de interés.

Aquella noche, en el banquete que organizaron en honor de Emilio, las miradas de Sabina fueron sólo para su invitado. Marcia se dio cuenta de que los ojos de su cuñada brillaban mucho más de lo habitual; su rostro, por lo general inmóvil, parecía transformado y lleno de color, sus labios se entreabrían, su piel se mostraba sonrojada. Incluso parecía que Sabina estaba sofocada, a cada bocado que Emilio se llevaba a la boca, Sabina se encogía, llegó a morderse los labios, como si quisiera reprimir un gemido. 

Al terminar el banquete, Sabina estaba agotada, sudorosa, se había dejado caer sobre el triclinio intentando calmar su respiración agitada y no dejaba de mirar a Emilio. Marcia pasó a su lado y la fulminó con la mirada, pero parecía que su hermano no se había dado cuenta de nada.

Marcia no veía el momento en que la semana terminara y Emilio partiera de nuevo rumbo a la Galia, sólo respiró tranquila cuando vio su carruaje alejarse, contrastaba con la tristeza de Sabina, su cuñada no se molestaba en ocultarla, pero no dijo nada. Marcia la observaba y, al cabo de uno días, la tristeza empezó a remitir y el rostro de Sabina volvió a su estoicismo habitual.

Ninguno de aquellos días preguntó por Emilio, aunque Marcia presentía que era quien ocupaba sus pensamientos. Se sentaba durante horas, con mirada soñadora, en realidad no era muy distinto a lo que hacía antes, pero Marcia pensaba que había cambiado, que suspiraba más. Un día, Sabina dijo algo que la sorprendió:

—Podríamos servir setas esta noche.

Nunca se había preocupado por el menú, y su sugerencia hizo que Marcia mirara a su cuñada frunciendo el ceño, pero Sabina no añadió nada más y no veía motivos para negarse a su capricho. No quería oír los gritos de Quinto por negarle un deseo tan simple a su esposa. Marcia dio las órdenes precisas para complacerla, aunque sentía que había algo raro en la sugerencia y estuvo nerviosa toda la noche.

Sabina había insistido en servir las setas al final de la comida, después del copioso banquete los platos de setas fueron rechazados por la mayoría de los comensales. El plato de Sabina permanecía delante de ella, sin tocar, la mirada de su cuñada estaba prendida en su hermano, que no parecía tener problema en dar buena cuenta de las setas. Le pareció que Sabina sonreía en cuanto las mandíbulas de Quinto comenzaron a masticar.

—Están deliciosas —dijo su hermano, mientras comía hasta dejar el plato vacío.

* * *

Sabina había observado cómo Marcia daba instrucciones a los esclavos con los cambios de última hora para la cena. Ella había preferido no levantarse de su cómodo sillón en el jardín. Las setas estaban a sus pies, tan tentadoras. No sería difícil agacharse y recogerlas, una a una, sin que Marcia se diera cuenta. Sabía cómo hacerlo, sabía cómo pasar por la cocina y dejarlas a mano para la cocinera, nadie lo notaría. Las venenosas eran las más grandes y siempre servían a Quinto los mejores bocados, el resto de invitados no correría peligro y, si lo corrían… bueno, a veces en las grandes batallas mueren inocentes. Sería tan fácil, sólo tenía que agacharse y coger las setas, sería libre para hacer realidad sus sueños, para correr hacia la Galia y reencontrarse con el cónsul Emilio.

¿No era eso lo que deseaba? ¿Con lo que soñaba desde que se había ido?

Sí, lo deseaba intensamente. Sabina se incorporó. Sólo tenía que levantarse, agacharse, arrancar de la tierra las setas, aplanar el suelo después para que no se notara…

Suspiró.

Sabina se dejó caer de nuevo en el sillón, tampoco había prisa. Ya lo haría mañana.




Y en unos días, el "como se hizo"







4 comentarios:

  1. Se sale un poco de mi línea habitual, es lo que dieron de sí las normas.

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  2. Tarde lo he leído, como siempre (y eso que tengo este blog en Reader), pero he de decir que me parece un relato redondo.
    Sabina es un personaje absolutamente detallado y dentro de su exagerada forma de ser, hay algo rotundamente creíble. Su extraña y absurda pereza tiene algo absolutamente cautivador. Cómo enfatizas las miradas casi lascivas sobre Marcio mientras este come —al igual que luego, más acentuadas incluso, sobre Emilio—, me parecen un detalle magnífico.

    Además, creo que la forma de narrarlos en pequeños capítulos le da una agilidad y un ritmo imparable.

    Muy buen relato, Rae :)

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  3. Gracias, Iztia :D A mi lo de los pequeños capítulos me rallaba un poco, pensaba que podía liar al lector con tanto cambio en tan poco espacio, me alegra que haya quedado bien. ¡Gracias por leer! :D

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